Advertencia al lector


Preveo que este libro, al que procuré escribir lo mejor que pude, escandalizará o desilusionará, será despreciado o causará escozores varios a unos cuantos lectores, sean tirios o troyanos.
Por desgracia, serán unos cuantos los que seguirán pensando que he asumido ingenuamente la defensa de un reo irredimible.
Habrá en la Academia quienes seguirán pensando, me atrevo a suponer que en la generalidad de los casos sin haberlo leído ni estudiado a fondo y con la necesaria objetividad, que José Pedro Varela Berro fue un colaborador de la dictadura; un pedagogo improvisado, autoritario y plagiario; un varón machista y, para colmo, racista. Para convencerlos, no me molesté en escribir esta novela. Ya se han definido y varias veces. Únicamente me ha satisfecho navegar contra su corriente y proponerle a la opinión pública un cauce de interpretación diferente para que cada lector termine elaborando su propio juicio.
Muchos hermanos en la fe repudiarán los latidos, en cada renglón de este libro, de la muy intensa intuición de que quien ellos condenan como el enérgico sembrador de la superlativa secularización de la cultura uruguaya, nos estará aguardando en un honrado sitial en el más allá que se le habrá otorgado, por haber sido uno de los operarios del Reino, que aunque dijo que “No” y varias veces, tuvo la buena voluntad, persistente en cada día, de entregarse por entero a la construcción docente de la ciudadanía, privilegiando a los más carentes de recursos. Pocos uruguayos podrán comparecer con tal multiplicación de los talentos que se le prestaron.
Temo que a los varelianos, que todavía los hay, les disguste ver a su prócer unas cuantas veces en paños menores. Me imputarán que le he faltado el respeto ubicándolo en escabrosidades que no tienen (algunas) respaldo histórico. Les respondo que, a mi juicio, el verdadero Varela, el que necesitamos, no fue en vida bronce inerte y herrumbrado como el de ahora, ni un profeta laico que descendió del barco que lo trajo de los Estados Unidos con tres únicos mandamientos esculpidos en piedra, imperando la laicidad, la gratuidad y la obligatoriedad de la enseñanza. Fue un hombre de carne y hueso y de sangre ardiente y semen alborotado, al punto de que el amigo que más lo conoció, Carlos María Ramírez, le puso públicamente el mote de “Sacerdote de Venus”.
Supongo, también, que los desilusionará el frecuente abandono del rigor histórico o la entrega frecuente a la ficción más desenfadada. Para encarar una biografía hay especialistas, como Diana Dumar, Ágapo Palomeque o Julio Fernández Techera, para mencionar a los tres que les debo mayor auxilio y, por otra parte, ya las hay escritas que son muy destacables y confiables, como buena parte de las que se enumerarán en la bibliografía consultada que se publicará en el segundo tomo.
El libro que empezarán a leer a continuación es una novela que quiere retratar, como si todavía viviera, a José Pedro Varela o, mejor dicho, como si nosotros respiráramos en su tiempo.
No he vacilado nunca en concederme, para la consecución de ese fin, las licencias habituales de todo abordaje puramente narrativo.
Los hechos históricos tal vez se parezcan a una vasija hecha añicos; un complejo cúmulo de datos comprobables que, en la medida que vayamos consiguiendo que coincidan entre sí, nos van permitiendo la reconstrucción de cómo era el artefacto cuando conservaba su integridad.
Pero siempre nos topamos con faltantes que se nos han escurrido en la vida íntima despojándonos de detalles nimios en apariencia pero decisivos; o que se han sumido en ese olvido suscitado por el paso del tiempo y de las generaciones, que opera como el agua que inundó el sótano de la familia Berro Larrañaga e hizo papilla ilegible a gran parte del archivo de don Bernardo.
El historiador debe respetar esos huecos.
El novelista puede rellenarlos, fabricando volúmenes que coincidan, con los faltantes, en sus contornos, y con los que se conservan, en su sustancia.
Yo diría que, en el caso de la novela histórica, en especial la centrada en grandes personalidades públicas, la fantasía no es libérrima sino que debe explorar las corrientes vitales que esconde lo que sí se conoce. Más que fabular, ha de presumir. O sea, pretender acceder desde los hechos conocidos a los que, de otro modo, permanecerían ignotos, tratando de que ese salto, que siempre será al vacío, sea lo más corto y certero posible y, sobre todo, que no provoque el derrumbe de la integridad de la vasija que se viene reconstruyendo.
Libertad pautada para tramar, pero respeto estricto de la urdimbre, en cuyas discontinuidades se trazan los nuevos hilos.
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Varela dijo de la norteamericana Anne Elizabeth Dickinson: “Me parece […] que otra cosa serían los pueblos del Plata, si tuviéramos unas veinte mujeres como ella por allá”. ¿No podríamos arriesgar el mismo parecer, interrogándonos cuál sería nuestro presente si hoy tuviéramos veinte ciudadanos, hombres o mujeres, que fueran de la talla de Varela y no sólo para los emprendimientos educativos?
El lector no tardará en leer o repasar el juicio con que Arturo Ardao lo destacaba entre los integrantes de esa colosal generación que en el último cuarto de siglo cimentó la Nación que en la actualidad somos. Ardao llegó a pedirnos que no nos encandiláramos con los resplandores de la reforma escolar y que viéramos, tras ellos, a Varela encabezando todas y cada una de las profundas transformaciones de ese período, hasta erigirse, pese a su breve vida, en la mentalidad más revolucionaria de su tiempo.
Varela se contagió de la ilusión con que Horace Mann asumió la dirección de la educación de Massachussets y quiso que también en nuestro país las escuelas públicas “fueran excelentes para los ricos, pero siempre incondicionalmente abiertas para los pobres”. Eso procuró desde el llano y desde el gobierno: la democratización y el mejoramiento permanente de la calidad de la educación. Y en ese afán, arriesgó primero su honor, que no su honra, y luego comprometió su salud, hasta entregar la vida.
¿No necesitaríamos la misma capacidad de ilusa e irrestricta entrega para la satisfacción de otras necesidades sociales como la seguridad, la vivienda, la cultura o el funcionamiento fluido de toda nuestra administración? ¿Nuestro tiempo no clama por vigorosos propulsores de las transformaciones que necesitan todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana? ¿Fabricantes de nuevos sueños de realidades y no de ocio?
Para emular, que jamás es imitar, necesitamos conocer, en sus luces y en sus sombras, a quienes son nuestros mejores y siempre imperfectos ejemplos disponibles. Por ahí transita, buena parte del motivo de este libro.
Y hay otros dos.
1º) El punto de partida de su vida, sin vocaciones sinceras o definidas, sin rumbos que fueran largos trayectos hacia una meta, lo acerca a nuestra medianía. Varela no fue, desde el principio, un hombre extraordinario.
Pero era inquieto y desconforme y tanteó muchas puertas hasta que abrió, poco a poco, o le abrieron o ayudaron a abrir la que le estaba reservada. Partió desde ese desconcierto existencial, que puede ser o no el comienzo del tránsito hacia una vida orientada hacia la plenitud.
De ahí, por ejemplo, los machismos y los prejuicios raciales que hoy se le imputan, sin advertir que luego fueron superados, aunque a veces con pequeñas recaídas imprevistas, como le suele ocurrir a todo humano.
Supo ser un hombre en perpetua evolución. Cabe preguntarse hasta dónde habría llegado, con ese pragmatismo intuitivo, con todos los poros abiertos hacia las nuevas y posiblemente más ajustadas representaciones de la realidad, si hubiera vivido más años. Recrear esa muy dinámica y no siempre perceptible evolución, fue un factor que siempre me atrajo y me gratificó mientras escribía este libro.
2º) Por último, una personalidad tan autocrítica y tan interesada por explorar las posibilidades de la vida, convirtió a su novelesca trayectoria en un condensado y polémico extracto de los dilemas a los que nos expone el mero hecho —fatal e inconsultado, así lo calificaba él— de haber nacido en este mundo. Pero estos dilemas que los perciba y los analice el lector, si quiere y en cuánto y cuáles quiera.
Novela sobre quien terminó siendo un educador, no es extraño que haya procurado pertenecer también al tal vez anacrónico género de las novelas de aprendizaje.
Tomás de Mattos